Guerra Rusia - Ucrania: La pequeña Járkov que se refugia en el metro: "No huimos, queremos ser útiles para los que se quedan" | Público

2022-08-12 10:23:53 By : Ms. Anna Li

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Jairo Vargas Martín@JairoExtre

La familia de Olena se sienta a ver la televisión como suelen hacer cada noche. En semicírculo, con su gato británico de pelo corto en el regazo, con cuidado Pomerania husmeando entre los calcetines. Pero no están en el salón de su casa, por mucho que evoquen la rutina familiar del final del día. "En realidad este es nuestro salón actualmente. Llevamos viviendo aquí desde hace 25 días. Mañana y noche", explica la mujer mientras trata de calmar al perro. Son nueve en total. Sus padres, sus tres hermanas, dos cuñados y una tía que ven pasar en total silencio las escenas de una serie hasta que el sueño les vaya cerrando los ojos y se metan dentro de sus sacos de dormir, ya dispuestos sobre los asientos.

Su estancia es un vagón del metro de Járkov, a unas pocas decenas de kilómetros de la frontera entre la invasora Rusia y la invadida Ucrania. 25 metros por encima, el ruido de las explosiones reverbera en las calles. Y, a menudo, es algo más que un rumor lejano. Se acerca y se acerca hasta que estallan en mil pedazos los cristales de las casas, se vienen abajo los muros de soviético ladrillo y se levantan en el cielo grandes columnas de humo negro.

La guerra en la segunda ciudad de Ucrania está a la vuelta de la esquina. Y lleva siendo así desde el inicio de la operación militar de Vladímir Putin, aunque Járkov ha logrado resistir por el momento varias embestidas de las tropas rusas en su periferia. Sin embargo, la artillería cae aleatoriamente sobre los edificios, casi cada día.

En el centro de la ciudad, su imponente ayuntamiento sigue en pie, pero deshecho por dentro. Las excavadoras y los bomberos siguen sacando escombros de su interior más de una semana después de que la aviación descargara varios obuses sobre la plaza principal. Uno de ellos, clavado sin detonar en el firme, luce ahora como una estatua donde las pocas personas que se la topan sacan el teléfono y se inmortalizan junto a lo que fue concebido para quitarles la vida.

Ya han muerto 266 civiles en Járkov desde que empezaron los combates, entre ellos 14 niños, según ha revelado este domingo la Policía. Por eso Olena, su familia y otros tantos como ellos decidieron mudarse con cuatro cosas al lugar más seguro dentro de la propia ciudad, su subsuelo. Bajo tierra hay electricidad, internet de hasta cuatro compañías telefónicas, baños y una pequeña fuente improvisada desde el alcantarillado en la que se van rellenando botellas las 24 horas del día para, después, hervirla en varias teteras. La calefacción hace confortable las enormes estancias mientras en el exterior el termómetro no sube de los diez grados bajo cero por las noches.

El metro es ahora un santuario para muchas de las cientos de miles de personas que aún no han escapado de la ciudad, de casi un millón y medio de habitantes antes de la invasión. "Aquí ya solo queda la gente que no quiere o que no puede irse porque está enferma o es mayor", resume Greg Korop, de 43 años, embozado en un pañuelo palestino rojo de cuadros negros.

Es uno de los voluntarios que trabaja para organizar la convivencia en la estación de la Constitución, la más grande de la red de metro de Járkov. Da cobijo a más de 200 personas que se desparraman en colchones, mantas, cartones y tiendas de campaña por los andenes. A los costados de los pasillos se ven carritos de bebés y montones de cojines donde algunos niños brincan despreocupados. Unos metros más adelante, una anciana da de beber a su marido, acostado en el suelo, junto a su silla de ruedas. No puede caminar, dice la mujer con gestos. Por eso no pueden irse, añade entre aspavientos, antes de sentarse a su lado y seguir salmodiando las líneas escritas a mano de un cuaderno de oraciones.

Los que más tiempo llevan han convertido los convoyes en pequeños apartamentos. Los asideros son ahora percheros, completos armarios en algunos casos, y las repisas de las ventanas hacen de estantes donde se apilan tazas, peluches, frascos de perfume o pequeñas hogazas de pan.

"Lo peor fueron los primeros días. Había muchísima más gente y nada de organización", prosigue Greg. "Nos faltó comida, no teníamos agua... Ha sido muy difícil hacer esto habitable", reconoce. El mayor problema fueron los medicamentos, "sobre todo los específicos, porque aquí se ha quedado mucha gente con enfermedades crónicas", asegura. Ahora han logrado resolver la situación, explica Sergei, de 35 años, un ingeniero de obras que aquí se ocupa de reparar el cableado y de conseguir los medicamentos de toda la gente que anota lo que necesita en una interminable tabla de Excel. Han construido, aseguran, la estación de metro mejor organizada de Járkov, pero aun así los días son largos y repetitivos. "A veces salgo unos minutos para que me dé el sol, pero en seguida vuelvo aquí abajo", comenta el joven ingeniero. Mata el rato jugando al póker con sus amigos, algunos de hace tiempo y otros, conocidos en estas vías, "pero ya son cercanos a la fuerza", apostilla. Tenía un billete para irse de la ciudad dos días después de que Putin lanzara su ofensiva. "Pero al final lo reconsideré. Quiero ser útil aquí, aunque no sea capaz de combatir". Dice que si los rusos toman la ciudad intentará escapar. "Pero no fuera de Ucrania. Quiero quedarme en mi país", insiste. No tiene plan de huida, reconoce. "Es imposible hacer una previsión. Si la ciudad cae y no puedo salir me quedaré aquí. Quizás sea útil en la resistencia", dice.

Junto a un microondas y una pequeña nevera en el principal pasillo de la estación, Allá Plis, una mujer menuda, casi en la cincuentena, muestra orgullosa "la primera exposición de arte en un metro de Járkov". Son dibujos con los que intentaron calmar a los niños de la estación durante los primeros días de algo incomprensible para ellos. "Las primeras medallas al valor de esta guerra han sido para estos niños", asegura la mujer, que enseña el pin de la empresa del suburbano que le entregaron a cada uno. De los garabatos que han pintado se escapa ya ese regusto a guerra y patriotismo que ha envuelto Ucrania en los últimos ocho años. "Es normal, algunos de sus padres están ahora mismo combatiendo aquí al lado. Hay bebés recién nacidos que han pasado aquí su primera semana de vida", destaca Allá.

Es periodista, y con su hijo Vlad, camarógrafo de 22 años, ha documentado la construcción de esta ciudad paralela desde el primer día. Pero al final es casi siempre igual. "Todas las mañanas me despierto, subo las escaleras, recojo la comida que traen los voluntarios, ordeno la ropa y friego los andenes y los baños", explica el joven.

La madre habla y habla, su hijo traduce sus palabras serenas que solo se quiebran cuando se le pregunta por qué no ha huido a un lugar más seguro todavía. "Lo hemos pensado, pero no queremos. Esta es nuestra ciudad, aquí está nuestra vida, nuestros amigos que están luchando como voluntarios, nuestras mascotas. No queremos dejar esto atrás, nos mantendremos firmes hasta el final", asegura.

En las vías, con la locomotora de telón, el voluntario Greg y dos amigos aprovechan el punto ciego de las cámaras de seguridad para fumarse un cigarrillo. Lo apura rápido porque tiene prisa. "Soy de los pocos que mantiene el trabajo. Hay que seguir viviendo como sea", dice. Es asesor en inversiones y trabaja para compañías canadienses y de Estados Unidos. "Con un portátil y conexión hoy puedes trabajar desde donde sea, hasta en medio de una guerra", asegura.

Todos tienen miedo, dicen. Aunque hacen como si no. Quizás las capas de tierra que les protegen de las bombas forman una burbuja de seguridad que les permite olvidar la destrucción del exterior. Pero nadie se atreve a especular con el tiempo que su Ejército pueda resistir. "Necesitamos más armas y agradecemos a los países europeos lo que están haciendo". Gregg, pacifista convencido, quiere dejar claro que ellos no empezaron la guerra y que ahora toca defenderse. Les gustaría que las tropas de la OTAN les echaran una mano, pero todos entienden los riesgos que eso implica. "Putin está completamente loco y tiene armas nucleares. La decisión de la OTAN es entendible, pero Putin va a seguir estando ahí", advierte Sergey. De camino a su vagón, antes de despedirse, hace un alto que para su agradecimiento llegue a los ciudadanos de la Unión Europea. "Sin vuestra ayuda esto no sería posible. No estaríamos aquí hoy. No son solo armas, son medicinas y material que nos llega. Son las donaciones de personas particulares de muchos países las que hace que aquí haya comida cada día", explica.

Poco a poco, el murmullo constante deja de recorrer los pasillos. En la estación se hace un silencio casi total y una pareja de treintañeros se abraza mirando hacia las bombillas que se adentran en el interior del túnel. "Un largo túnel, pero todos se acaban tarde o temprano", dice la chica.

Recuerda las normas de la comunidad.

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