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Actualizado a 31 de mayo de 2021 · 16:43 · Lectura:
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En la actualidad entendemos el perfume tal como lo define el diccionario de la Real Academia Española: «Sustancia, generalmente líquida, que se utiliza para dar buen olor». Pero este significado difiere del que tuvo hace siglos tal como lo recogía Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, publicado en 1611: «Pastilla olorosa, o cosa semejante, que puesta de fuego echa de sí un humo odorífero; de donde tomó el nombre: y de allí perfumar y perfumado, y perfumador». En la época moderna la palabra «perfume» aludía a cualquier sustancia que desprendiera un olor agradable, y no exclusivamente a un líquido.
Los perfumes de origen animal disfrutaron de un enorme predicamento a lo largo de toda la Edad Moderna. Entre ellos cabe destacar la algalia, una sustancia grasienta de fuerte olor que la civeta tiene depositada en unas bolsas alrededor del ano. También estuvieron muy solicitados el ámbar gris –una secreción del estómago del cachalote– y el almizcle, procedente de una glándula del macho de ciervo almizclero. Estas sustancias se usaban sobre el cabello y la ropa, y eran muy apreciadas también para perfumar los guantes y otras prendas fabricadas con piel, como los coletos –una especie de jubón o casaca– y las fajas. También se perfumaban elementos del ajuar doméstico como cajas, bandejas, arquitas o petacas.
El ámbar gris era particularmente apreciado, pues esta sustancia es capaz de fijar el aroma de cualquier perfume aparte de potenciarlo. En los inventarios de personas acaudaladas es frecuente hallar coletos y guantes de ámbar. España fue un importante centro productor de guantes entre los siglos XV y XVIII, y la moda de los guantes perfumados tuvo aquí particular arraigo. Lope de Vega, por ejemplo, los menciona en varias de sus obras afirmando que su olor deja una estela inconfundible: «¿Para qué traes guantes de ámbar, que hacen sospecha cuando pasas?».
Naturalmente, existían también numerosos perfumes de origen vegetal. La almáciga, una resina de los lentiscos, se usaba para aromatizar tejidos o el agua para beber.
En Italia, la perfumería alcanzó un notable desarrollo durante el Renacimiento, y el libro Secretos del maestro Alexis el piamontés, publicado por el alquimista Girallo Ruscelli en 1555, está considerado el primer tratado europeo de perfumería. Por su parte, la florentina Catalina de Médicis, mujer de Enrique II, introdujo en Francia los guantes perfumados y la costumbre de llevar frasquitos de perfume en los bolsillos. Asimismo, la italiana llevó a París el «agua de la reina», un perfume a base de bergamota (árbol con un fruto del mismo nombre), creado expresamente para ella por los monjes dominicos de Florencia. También llevó consigo a su propio perfumista y astrólogo, Renato Bianco, el cual obtuvo un gran éxito comercial en su establecimiento en el puente de Change de París. La leyenda cuenta que fue el responsable del asesinato, por mandato de su ama, de la reina de Navarra, Juana de Albret, por medio de unos guantes envenenados.
A los perfumes también se les atribuían virtudes medicinales, en particular frente a las enfermedades contagiosas, incluida la peste. Desde la época de la peste negra se desarrolló la creencia de que los malos olores transmitían por sí mismos la enfermedad, y por este motivo se acostumbraban a fumigar los interiores quemando plantas aromáticas.
También se generalizó la costumbre de llevar encima la llamada poma de olor, «una pieza labrada, redonda, de oro o plata, agujereada, dentro de la cual suelen traer olores y cosas contra la peste», según la define el Tesoro de Covarrubias. Estas delicadas joyas, representativas de un estatus social elevado, se llevaban colgadas del cuello o de la cintura, y su portador se las acercaba a la nariz en público. Por otra parte, en un momento histórico en que el baño por inmersión no era una práctica común, el perfume se convirtió en un método para protegerse del hedor que debía de invadir todos los ambientes cerrados.
En 1693, Simon Barbe, perfumista de Luis XIV, publicó el tratado El perfumista francés, que enseña todas las formas de extraer el olor de las flores y a hacer todo tipo de composiciones de perfume. Barbe apunta que las fragancias más requeridas eran azahar, rosa, nuez moscada, nardo y jazmín. Sus recomendaciones prácticas comenzaban por el uso del jabón perfumado, un producto tan valorado que Jean-Baptiste Colbert, ministro de Finanzas del Rey Sol, trajo de Venecia a artesanos para que lo fabricaran en Francia. En su tratado, Barbe califica a Luis XIV como «el rey más suavemente perfumado». De hecho, sabemos que sus ropas olían a «agua de ángeles», fabricada a base de rosas, jazmín, nuez moscada y almizcle, y que los polvos de sus pelucas también se perfumaban. Su favorita, madame de Montespan, era devota de los aromas fuertes, tanto que su real amante acabó manifestando aversión por los perfumes, achacándoles sus migrañas. En su madurez, Luis XIV sólo gustaría del agua de azahar, con la que incluso perfumó las fuentes de Versalles. Esta «agua» se extraía de las naranjas amargas de la Orangerie, el gran invernadero de Versalles.
Luis XIV iba «suavemente perfumado»; su ropa olía a «agua de ángeles»
Estos ejemplos muestran cómo el fuerte olor animal se iba dejando en favor de los aromas florales. El perfume ya no se usaba para protegerse de los demás o no molestar con olores desagradables, sino para seducir.
El italiano Jean-Marie Farina (1685-1766) ocupa un lugar muy destacado en esta historia, ya que fue el creador del agua de Colonia, que alcanzó un éxito fulgurante por sus virtudes tonificantes y vigorizantes. Farina bautizó su perfume con el nombre de la ciudad alemana donde trabajó. Según sus propias palabras: «Creé una fragancia que me recuerda a las mañanas de primavera en Italia, los narcisos con flores radiantes y el azahar después de la lluvia. Me refresca a la vez que estimula mis sentidos y mi imaginación».
En el siglo XVIII, los perfumes impregnaron las cortes de toda Europa. En Francia, Luis XV y madame de Pompadour mostraron un enorme entusiasmo por los aromas. El propio monarca componía fragancias, mientras que su favorita apoyó a la fábrica de Sèvres para la producción de frascos de perfume. Unos años después, la reina María Antonieta se mostró también muy aficionada a los cosméticos, ungüentos y perfumes. Su perfumista, Jean-Louis Fargeon –que mejoró los procesos de destilación y fabricación para elaborar las fragancias más adecuadas a cada ocasión–, colaboró con el peluquero personal de la reina, Léonard, para fabricar pomadas con olor a jazmín, así como con su modista, la célebre Rose Bertin, que perfumaba las flores de tela que iban cosidas en sus vestidos. No es de extrañar que entre los cortesanos se dijese que, cuando pasaba, María Antonieta siempre dejaba un dulce aroma a primavera.
Los guantes de ámbar podían ser considerados un perfume en sí mismos, tal y como expresa un personaje femenino de Shakespeare (hijo, por cierto, de un guantero) en Mucho ruido y pocas nueces: «Estos guantes, que el conde me envía, son un excelente perfume».
En España, los guanteros, perfumeros y agujeteros (fabricantes de pieles para guantes) formaron un mismo gremio cuyas ordenanzas fueron aprobadas en Madrid en 1674. Cada uno de ellos tenía una función claramente delimitada. Los guanteros fabricaban los guantes y los perfumeros proporcionaban las esencias necesarias para aderezar las pieles. El proceso era laborioso y en él se utilizaban sustancias como el almizcle, el agua de azahar, el vinagre, el ámbar gris o el aceite de almendras. En el inventario de don Fernando de Valenzuela (1677), ministro durante el reinado de Carlos II, figura una partida dedicada exclusivamente a «los guantes de ámbar y de Roma», que fueron tasados por el guantero de cámara de Su Majestad en cerca de 7.000 reales.
Este artículo pertenece al número 210 de la revista Historia National Geographic.
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