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Sé Quizás cuando salga este artículo, los fuegos pasados- y recientes- ya formen parte del resumen de noticias de este verano y la información habrá dejado paso a otros titulares más urgentes y novedosos. Las terribles imágenes de las llamas pasarán a formar parte del registro de millones de videos que circulan por la red. Como los bombardeos de la guerra de Ucrania. Quizás, un día por azar volvamos a pasar por algunos de los paisajes calcinados por el fuego, sólo entonces sentiremos el dolor y la rabia, el sentimiento que nos han robado una parte de nuestra memoria, la belleza que parecía invulnerable, intocable, ante ese océano de ceniza y árboles quemados que nos circundan a ambos lados de la carretera. La visión de ese paisaje se nos hace insoportable mientras lo cruzamos y solo la esperanza de la fuerza redentora de la naturaleza abre una ventana de luz en el azul inmerso que nos protege. Escribe el poeta Joan Margarit que “estimar és un lloc”, “el lloc on va quedant la vida”, para los vecinos y habitantes de esos paisajes destruidos por el fuego, parte de su vida seguramente habrá quedado enterrada en ese sitio.
Estos días, como cada año, me he podido escapar unos días al campo. El sol implacable del día dejaba paso a unas tibias y refrescantes madrugadas. Otro año más me propuse esperar la llegada de esa lluvia de estrellas que todos los agostos anuncian los periódicos. La visión de una estrella fugaz atravesando la oscuridad de la noche iluminó mis ojos de niño y los deseos que se escaparon intentando atrapar la cola de la estrella que desaparecía en el cielo nocturno. Acompañado de uno de mis perros regresé feliz a la casa con mi única y solitaria estrella fugaz. En otro extremo del cielo la luna llena se deslizaba como recién salida de la chistera de un mago. Mientras los días pasaban hallé por la casa algunos de los libros que me han acompañado otros veranos, entre ellos, El gran Gatsby y no pude sustraerme a ese otro verano, que Francis Scott Fitzgerald situó en los felices y locos años veinte, la Era del Jazz, y unos personajes que persiguen un sueño que acabará en tragedia.
Leo que el Museo de las Artes Decorativas de Paris dedica una exposición a la diseñadora y creadora de moda Elsa Schiaparelli (1890-1973) y su relación con los movimientos de vanguardia de los años veinte y treinta. Schiaparelli, a diferencia de otros creadores, no ha gozado de un reconocimiento post-mortem, sólo en estos últimos años se le empieza a reconocer su aportación a ese mundo de la moda que ella transformó en un universo de fantasía y transgresión, ya fuera diseñando un sombrero en forma de zapato o estampando una langosta en un vestido de noche. Creaciones, muchas de las cuales nacieron de su amistad y colaboración con artistas como Salvador Dalí, Jean Cocteau y otros ilustres vecinos de aquel Paris de entreguerras acunado por los “ismos” y las canciones de Charles Trenet. “Trabajar con creadores plásticos y fotógrafos resultaba mucho más estimulante que esta cosa material y aburrida que es la realización de un vestido para vender” escribió en sus memorias Shocking Life. A Schiaparelli se le debe también uno de los diseños más sorprendentes para un perfume, aquí con la colaboración de la pintora surrealista Leonor Fini, cuando decidió inmortalizar las formas voluptuosas de la actriz Mae West en el frasco que contenía su perfume Shocking. A diferencia de su “enemiga” Coco Chanel que pasó con más pena que gloria por Hollywood , los diseños de Schiaparelli servirían de inspiración para creadores como Adrian, el hombre que firmó el vestuario de la edad de oro de la casa encantada y la Metro en particular. Schiaparelli entendió que un vestido, un sombrero, un complemento, necesitan de la fantasía para pervivir en el tiempo.
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